Miquel Villà (1901-1988)

Miquel Villà, sobre todo a partir de finales de la década de los años cuarenta, construyó la arquitectura de sus cuadros – tanto por lo que a la composición y las partes que la conforman se refiere, como a la representación de los elementos que se disponen – a partir de la utilización de la geometría pura. Todo parece quedar reducido a volúmenes regulares, una síntesis de la forma y los objetos a representar que deriva de la concepción pictórica de Paul Cézanne y otros autores como Maurice de Vlaminck, por mencionar tan solo dos de sus principales referentes. Así, las casas, las calles, los rincones, las sombras e incluso el celaje o el mar, son generados a partir de líneas rectas que crean superficies planas sobre las que el pintor juega con la materia y los colores, éstos combinados para lograr un ritmo visual armónico. La composición es concebida, pues, como una arquitectura rectilínea y ordenada, insistiendo en el concepto que Rafael Santos Torroella asociaba a Villà: “ningún pintor tan arquitecto como él”. Pintor ‘arquitecto’ y de arquitecturas, utilizando un lenguaje basado en la síntesis formal y la regularidad fruto de la combinación y ordenación de los volúmenes. La producción de Villà es una reflexión sobre cómo trascender la representación pictórica tradicional. Con su técnica personal basada en el tratamiento de la pasta de manera profusa y con grandes densidades, Villà fue capaz de jugar con las dimensiones, los espacios y la volumetría, apostando por un planteamiento físico y textural de la pintura. La composición rectilínea es la base donde disponer capas dinámicas de pasta que expresan y parecen estar dotadas de vida y de un movimiento autónomo y libre, generando así ritmos visuales que emocionan y resultan de un trabajo de la materia casi escultórico. Cada objeto y elemento es concebido prácticamente como un organismo vivo. Sobre esta capacidad de emocionar haciendo uso de la materia, Sebastià Gasch afirmaba que Villà logró un tipo de pintura que el crítico definió como ‘expresionismo anímico’. Igualmente, en este sentido, recuperamos el acertado comentario que escribe Joan Merli en 33 pintors catalans (1937), donde remarca que el artista consiguió «trasladar a la tela las cualidades de las materias y de sus superficies, la piel granulada de la naranja, la corteza del pino, el yeso y la cal de las fachadas y sus grietas, la costra dorada de un pan de payés tostado, la densidad azul del mar y la espuma del mar embravecido […] todo esto empastado con emoción, con una fuerza auténtica que no confía en el azar ni adultera la brutalidad del realismo».

Made with FlippingBook interactive PDF creator