Los muchos autos y nuestras ciudades rendidas (y sumisas) a ellos. En este vehiculo para la reflexion, el autor analiza a “su Majestad el auto” e imagina un futuro (¿posible?) sin ellos en Monterrey.
S on tiempos turbulentos. Estamos rodeados de incertidumbres y crisis (sociales, económicas, sanitarias y medioambientales), en un entor- no globalizado que, por momentos, parece lleno de fronteras físicas y, en otros, de límites diluidos por la era digital. Me gusta pensar que somos ciudadanos globales, con responsabilidades y oportunidades sin precedentes en la historia. Como ciudadano del mundo recurro frecuentemente a la observación detenida y pausada, quizá por mi gené- tica provinciana, donde el tiempo pasa a otra velocidad, donde reflexión y disfrute van en cámara lenta, en una sincronía natural con el entorno, donde las presiones y prisas de las metrópolis aún se mantienen al margen. Precisamente, uno de esos procesos acelerados que muchas veces me cuestiono es: ¿en qué momento abandonamos la buena vida urbana y se la cedimos al automóvil? ¿En qué instante privilegiamos encapsular- nos en proyectiles, a salir a correr, jugar y despreocu- parnos de todos los peligros que hoy acechan las calles de nuestras ciudades? Hoy en día, ser peatón rara vez es un disfrute. Ca- minar por la ciudad es una travesía extrema, de vida al límite, de aventurarte a lo inesperado, a veces con des- enlaces desafortunados. Entre las muchas problemáti- cas, están la inseguridad, la imposibilidad de un reco- rrido seguro por las aceras, fétidas y abandonadas por todos, las rampas para las entradas de las cocheras con inclinaciones imposibles de caminar, un campo minado de obstáculos y, en muchas ocasiones, apenas unos cuantos centímetros para seguir el recorrido. Sin embargo, si uno escucha a un automovilista despotri- car sobre las condiciones en las que están “sus calles”, llenas de baches, bordes e “incomodidades”, es evi- dente que nunca caminan.
Vivo en Monterrey, la apoteosis de la transforma- ción urbana para el automóvil. Hace no mucho vino a visitarme un amigo español, amante de las caminatas urbanas, ciclista por convicción y ambientalista por na- turaleza. Nos trasladábamos en mi Jeep 1984 del po- niente de la ciudad a un restaurante en Valle Oriente. Después de una charla amena me interrumpió, con la cara desencajada: “¿Pasó algo hoy en la ciudad o hay algún problema grave?” Lo miré con duda y me dijo: “Es que no hay nadie en las calles, llevamos 30 minutos en el carro y no he visto a una sola persona caminando”. Guardé silencio. CALLES QUE NO SE VIVEN En las ciudades, el entorno manda un mensaje muy claro, que obedecemos al pie de la letra, como aduce el filósofo francés André Gorz en su ensayo La ideolo- gía social del automóvil (1973): “Las calles están he- chas para transitar tan rápido como sea posible de la casa al trabajo y viceversa; se puede pasar por aquí, pero no se vive; al final del día todos deben quedarse en casa y, si sales una vez que oscurezca, serás consi- derado como sospechoso”. ¿A qué se debe este dogma? La principal causa: el automóvil ha vuelto inhabitables las ciudades. Hoy en día huimos del bullicio y caos de las urbes e intenta- mos alejarnos en busca de silencio, naturaleza y un remanso después de las frenéticas dinámicas de las ciudades. La existencia de un medio que nos traslada con gran rapidez nos brinda una falsa sensación de libertad, cuando en realidad nos ha impuesto depen- dencia. Ahora, “los peatones son personas que van o vienen en sus autos” —así lo dice Wolfgang Sachs en su libro For Love of the Automobile: Looking Back into the History of Our Desires (1992).
¿Se imaginan a Monterrey sin coches? es posible.
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