La ciudad es un organismo complejo donde conver- gen un sinnúmero de intereses, redes y fenómenos que la hacen atractiva, pero de una gestión compleja; en el mejor escenario proveen de libertades, oportunidades y aspiraciones, pero propician frustración, segregación y confrontación. De esta manera, se genera una relación de amor-odio, que nos enfrenta a nosotros mismos. Son entornos donde prevalecen egoísmo e indiferencia. Un conductor asesina metafóricamente a todo aquello que se interponga en su recorrido, porque no son más que obstáculos que complican moverse con velocidad. El automóvil es un artefacto diseñado, en principio, para reducir las distancias; sin embargo, termina por dis- tanciarnos en muchos sentidos. Ayudó a generar una des- controlada expansión horizontal de las manchas urbanas a tal grado que, en promedio, el área destinada a los auto- móviles ocupa más de la cuarta parte del entorno urbano construido. Cuanto más espacio cedemos, más tiempo de nuestras vidas se va a cuestas. Al diseñar ciudades para el automóvil se han multiplicado los recorridos (tiempo frente al volante), ahogándonos en un círculo vicioso en el que trabajamos más para pagar nuestros traslados. Hoy, donde nada sucede en la colonia, “la movilidad de lo motorizado, emergió la inmovilidad de los no moto- rizados” (Sachs), donde el objetivo es moverse del punto A al B lo más rápido posible. Y esto ha trastocado la genética urbana con un aparente proceso de automovili- zación irreversible. Las zonas habitacionales se han con- vertido en suburbios dormitorio sobre las carreteras, ya que esta era la aparente solución de evitar la congestión vehicular, si bien el auto nos hace perder más tiempo que el que logra economizar. A fuerza de tropiezos se ha comprobado, con intentos inútiles, agregar carriles, aumentar los límites de veloci- dad, incluso construir segundos niveles que multipliquen
el espacio vehicular, teniendo como resultado simple- mente más tráfico, contaminación y recursos desperdi- ciados que podrían favorecer a las mayorías en lugar de los privilegios del automóvil. La preexistencia de la distancia urbana ha propiciado la reevaluación del espacio, lo atractivo de lo lejano con alta plusvalía, gracias al automóvil, y lo que realmente provocó fue la “desvalorización de lo próximo”, como lo afirman Janette Sadik-Khan y Seth Solomonow en su libro Streetfight: Handbook for an Urban Revolution (2017). Aquel entorno donde, sin necesidad de un medio motorizado, podríamos tener acceso a servicios, espar- cimiento, trabajo y cultura, ahora está a kilómetros de la puerta de nuestra casa. EL ESPEJISMO DEL ESTATUS No obstante, vivimos y sabemos todo ello a través de la autoevaluación y de la autopercepción de nuestra vida ur- bana. Entonces, ¿por qué el automóvil sigue siendo ese ob- jeto codiciado e intocable para el modelo socioeconómico actual? Algunos han analizado el trasfondo del fenómeno que se ha perpetuado en la era moderna, que desde luego proviene de la concepción de un bien de lujo, aparentemen- te democratizable, a través de un engaño antisocial donde el auto simboliza estatus, libertad de movilidad, seducción estética y tecnológica, así como un supuesto reflejo de la personalidad del propietario, satisfaciendo anhelos de su- peración con irresistibles juguetes para adultos. El modelo capitalista ha moldeado la realidad a tal grado que no es necesario convencer a las personas de tener un automóvil: se le ha convertido en una ne- cesidad irrefutable. El escritor mexicano Álvaro Uribe (que no es el expresidente colombiano de mismo nom- bre), en un impecable ensayo en Letras Libres titulado “Un peatón converso (el otro día)” (2009), apunta que
Para que el ciudadano decida renunciar al autOmovil, no es suficiente ofrecer solo un buen transporte publico, sino que se sienta comodo y seguro en sus entornos inmediatos.
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