JOSEP DE TOGORES (1893-1970)
T ras una primera estada en París en 1913, Josep de Togores quedó influenciado por la pintura de Paul Cézanne (1839-1906). No obstante, tuvo que regresar a Barcelona debido al inicio de la Primera Guerra Mundial. En 1919 se instaló definitivamente en París y contactó con artistas de vanguardia de la capital francesa como Pablo Picasoo (1881-1973), Amadeo Modigliani (1884-1920) o Georges Braque (1882-1963), entre muchos otros. A finales de 1920, el pintor firmó un contrato de exclusividad con uno de los marchantes y galeristas más importantes del momento, Daniel-Henry Kahnweiler (1884-1979), quien presentó su obra por toda Europa con una gran acogida tanto comercial como por parte de la crítica. El escritor y pintor Max Jacob (1876-1944) afirmó que la pintura de Togores de la década de los años veinte era el juste milieu entre la tradición objetiva del realismo español y el vigor constructivo del cubismo, y definió al artista como “un aristócrata, sencillo y natural”. Este momento de la trayectoria de Togores es interesante para apreciar el giro del clasicismo noucentista al clasicismo y ordenación compositiva y estética derivados del cubismo y que tan bien y de manera tan personal asimiló e interpretó. En esta línea destacan obras como la que presentamos, en la que se aprecia la habilidad del pintor en la representación de los volúmenes de una figuración cada vez más depurada. Puede aplicarse lo que afirmaba Willi Wolfradt en la revista Deutsche Kunst und Dekoration en 1923, donde relaciona al artista con Ingres y Renoir entre otros artistas: “la llamada seductora, el dormir femenino, la suave pesadez que colma maravillosamente el recipiente de este cuerpo perfectamente modelado. Es un clasicismo vívido, no epigónico, el que llega aquí a su pleno apogeo. Aquí siempre existe un movimiento que vibra desde dentro, emanando como destello, que ensancha y llena, como energía plástica, la forma. A pesar de la armonización, estos cuadros conservan una agitación incipiente, una concupiscencia delicada; se nutren de una sensibilidad viva [...] La pureza y lo equilibrado de su delicado contornear, de su modelar ingrávido, la manera que une el soplo con la firmeza, no son nunca ni sobrios ni mucho menos relamidos, sino que, con toda su elegancia y suavidad al tacto, toman la fuerza de una belleza clara, castamente dulce”.
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