Quince visiones
Crisis climática
Laurence Tubiana
Desigualdad y justicia climática
P ara construir y mantener un consenso político favorable a una transición hacia el cero neto que sea viable, los responsables políti- cos deben tomarse en serio las quejas que subyacen en el backlash climático. La desigualdad impregna el cambio climático y la política de la transición. Aunque la desigualdad que históricamente ha existido en el nivel de emisiones de carbono entre países es bien cono- cida, el cambio climático también se caracteriza cada vez más por una desigualdad significativa a escala nacional: la “des- igualdad de carbono” es ahora mayor dentro de los países que entre ellos. En muchos países, las emisiones de carbono del 50 % de la población que menos emite ya se corresponden (o casi) con los objetivos de descarbonización de su país para el año 2030 y el aumento de la temperatura global de 1,5 ºC. Mientras que, desde 1990, las emisiones de esta mitad de la población han disminuido, las del decil y el percentil que más emiten han aumentado. ¹² Como era de esperar, la desigualdad en las emisiones den- tro de los países correlaciona de manera positiva con la desigual- dad de ingresos y de riqueza, que en muchas economías avan- zadas ha alcanzado niveles históricamente altos. ¹³ En Estados Unidos y la Unión Europea, el decil más rico emite entre tres y cinco veces más que el individuo mediano, y unas dieciséis veces más que el decil más pobre. ¹⁴ La gente más rica tiene estilos de vida que demandan más energía y generan más car- bono, por ejemplo, volar con frecuencia, pero además suelen poseer activos intensivos en carbono. Su modo de vivir no solo genera más emisiones que el de los demás, sino que la riqueza que lo permite se debe al problema subyacente y además lo agrava. Los votantes son conscientes de esta desigualdad. En Francia, el 76 % de la población está de acuerdo con la afirmación “la sobriedad energética solo se impone a la gente normal, pero no
a las élites”. Un porcentaje aún mayor (79 %) está de acuerdo con la afirmación “los pobres son quienes más pagan la crisis climática y energética, aunque los más ricos son responsables de ella”. ¹⁵ Esto es vital para entender el escaso apoyo popular con el que cuentan las políticas concretas para la transición que parecen conllevar algún tipo de coste económico o en el modo de vivir. Las medidas climáticas no se introducen de manera aislada, sino en un contexto socioeconómico muy desigual. Las protestas de los chale- cos amarillos, que tuvieron lugar en Francia en los años 2018-2019, empezaron como reacción a una propuesta específica de aumen- tar los impuestos al gasóleo, pero enseguida se convirtieron en la expresión de una ira y una frustración mucho más amplias fruto de un estado de la sociedad muy desigual. La introducción de una nueva medida regresiva —que resultaba más costosa para quienes ya se encontraban en el lado equivocado de las considerables des- sigualdades de riqueza e ingresos— fue la gota que colmó el vaso. Las profundas desigualdades que caracterizan a la mayo- ría de las economías avanzadas, pero también a las que están en vías de desarrollo como India, no solo afectan a la aceptación de políticas climáticas concretas. Corroen el propio sistema político. Varias investigaciones demuestran que un alto nivel de desigualdad en los ingresos y la riqueza se asocia a una menor confianza en la democracia. ¹⁶ No es de extrañar que quienes más sufren estas desigualdades pierdan la fe en el sistema de gobernanza que las ha hecho posibles. Sin duda, a la gente le preocupa el cambio climático. Pero es comprensible que muchas personas desconfíen de que los cambios que se les piden a ellas vayan a ir acompañados de cam- bios equivalentes (y necesarios) que deberían hacer los más ricos y los mayores emisores. Visto así, las medidas climáticas no solo parecen muy injustas, sino además, en última instancia, inútiles.
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