Quince visiones
Participación
Astrid Barrio
L a participación política es un elemento consustancial a los siste- mas políticos democráticos. Y fue la universalización del derecho a la participación política lo que permitió a los regímenes liberales convertirse en democráticos como consecuencia de esa irresis- tible tendencia al igualitarismo que la Revolución francesa había inaugurado. Así lo describió en De la démocratie en Amérique (1835/1840) Alexis de Tocqueville, que alertó tempranamente de sus riesgos, aunque estos nunca hayan llegado a materializarse. Fue uno de sus contemporáneos, Benjamin Constant, en su célebre discurso De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes (1819), quien, contraponiendo las ideas de libertad de los antiguos y las de los modernos, dedujo las dos maneras opuestas de entender la participación política. Si para los antiguos griegos la libertad era el derecho de todos los ciudadanos a participar direc- tamente en las decisiones políticas, para los modernos la libertad era el derecho a ser representado en las tareas de gobierno y la garantía de que los poderes públicos no interferirían en sus asun- tos privados. Los antiguos tenían una concepción socializada de la libertad en la que predominaban los intereses colectivos por encima de los individuales, y los ciudadanos solo podían alcan- zar una vida plena si participaban en la vida comunitaria. Para los modernos, en cambio, la libertad era de naturaleza individual y estaba concebida como el disfrute de su vida privada, con el riesgo de que la priorización de ese disfrute implicase una rápida renuncia al derecho de participación política. En cierta medida, estas dos maneras de entender la partici- pación política se pueden vincular a interpretaciones que hacen de la participación política dos aproximaciones opuestas a la demo- cracia: la teoría participativa y la teoría elitista. Para la teoría parti- cipativa, cuyos orígenes se remontarían precisamente a la Grecia clásica, la participación sería algo positivo en sí mismo, mejoraría el rendimiento del sistema político y haría mejores ciudadanos. En cambio, para la teoría elitista de la democracia, una elevada par- ticipación no sería deseable, ya que el exceso podría ser señal de descontento social y suponer una amenaza para la estabilidad del sistema político, mientras que, contrariamente, una baja partici- pación sería un signo de satisfacción, asumiendo la idea de que mientras que las cosas van bien los individuos se concentran en sus asuntos particulares. Inicialmente así entendida, la participación política se refe- ría básicamente al voto, esa acción que da lugar a la selección del personal gubernamental, así como a todas las actividades vincula- das a su ejercicio y que en gran parte se articulan alrededor de los partidos políticos. Más adelante, la idea de participación política se hace extensiva a otros actos encaminados no solo a la elección de los gobernantes, sino también a influir en las decisiones que estos adoptan. Se amplía así el catálogo de acciones, pero estas siguen siendo de naturaleza convencional, es decir, adaptadas a legali- dad vigente y a los valores dominantes y considerados legítimos. A partir de los años sesenta, el surgimiento de otras formas de par- ticipación de tipo más protestatario, vinculadas a nuevos actores políticos como los movimientos sociales, que cuestionan no solo
las políticas, sino también la propia naturaleza del sistema político, dan lugar a una ampliación de las actividades que se consideran participación política, incorporando acciones no siempre legales ni acordes a los valores dominantes y en muchos casos también consideradas ilegítimas. Sin embargo, a pesar de la diversidad de formas de parti- cipación política, los ciudadanos no participan de manera homo- génea. Solo una minoría, en torno al 10 %, participa de manera frecuente y regular, el 60 % lo hace de manera ocasional y el 30 % ni participa ni se interesa por la política. Estos ciudadanos fueron definidos por Milbrath ¹ como gladiadores, espectadores y apáticos, respectivamente. Y esta desigualdad está ligada a características individuales y de grupo, algo que también incide en los tipos de participación. Así, según una tipología clásica, existen cinco tipos de ciudadanos. ² Los inactivos, que son los que no participan nunca, de entre los cuales predominan las mujeres, las personas de edad avanzada y con bajos niveles de estudios y socioeconómico. Los conformistas, que son los que participan de manera convencional pero no en acciones protestatarias. Los contestatarios, que son los que rechazan las formas convencionales y se inclinan por las no convencionales. Los reformistas, que participan en formas conven- cionales y algunas formas legales. Y por último los activistas, que son los ciudadanos que usan todas las formas de participación y que constituyen una minoría de superciudadanos. La desigualdad en la participación no supone un problema para las concepciones elitistas de la democracia, para las que el exceso de participación es indeseable y genera inestabilidad. Sin embargo, para las visiones participativas, mucho más predominan- tes en la actualidad, no solo es deseable en sí misma, sino por los resultados que genera. La participación hace mejores ciudadanos, contribuye a una mejor toma de decisiones y a una mayor rendi- ción de cuentas. Mientras que no participar, a diferencia de lo que sostiene la visión elitista, es signo de insatisfacción o de distan- cia hacia la política. El déficit de participación cuestiona la calidad democrática, ³ repercute en las decisiones políticas y socava su legitimidad, y a la larga amenaza la propia estabilidad del sistema político. Estas razones parecen argumentos suficientes como para plantearse la utilidad de promover la participación política como mecanismo para reforzar la legitimidad democrática, pero también para conjurar el riesgo de que la moderna libertad acabe poten- ciando la inhibición respecto de los asuntos colectivos. Esta promoción exige acciones positivas por parte de las instituciones públicas, y por tanto solo puede limitarse a aquellas modalidades de participación que dependan de ellas. Esto obliga a concentrarse en incentivar la participación de tipo convencional, y en particular la participación electoral, o bien medidas que per- mitan generar las condiciones que hagan posible que todos los ciudadanos participen en mejor situación, incluso en otro tipo de acciones promovidas por los poderes públicos, como por ejem- plo los procesos participativos, que también podrían repercutir en otras formas de participación.
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