Quince visiones
Humanidades
Andrea Marcolongo
Atenas, tenemos un problema (democrático)
S i tuviéramos que juzgar las humanidades como hace dos mil qui- nientos años se juzgó a Sócrates, sé muy bien cuál sería el primer argumento esgrimido por la acusación, ya dispuesta a ofrecernos la cicuta: el estudio de la cultura clásica es hoy totalmente inútil. Desde hace al menos veinte años, oigo que dedicar tiempo y energía a aprender idiomas antiguos y difíciles que ya nadie habla es un esfuerzo vano, una pérdida colosal de tiempo que podría dedicarse a proyectos más fructíferos y más modernos. Me gusta llamar a estas opiniones superficiales (y no solici- tadas, por supuesto) “el canto de las sirenas contemporáneas”, en referencia al episodio de la Odisea en el que Ulises se ve obligado a ponerse tapones de cera en los oídos para no ceder a la llamada del peligro y poder continuar su camino hacia Ítaca. De todas maneras, podemos consolarnos y seguir cons- truyendo nuestro futuro humanista sin deprimirnos: nosotros, los humanistas del tercer milenio, no somos los primeros en la histo- ria de la educación en ser minusvalorados —del mismo modo que tampoco fui yo la primera que persistió en estudiar griego y latín en un mundo en el que un cierto conformismo banal, alimentado por tristes prejuicios económicos, devaluaba las humanidades y la cultura antigua. Dijeron lo mismo, o casi, a Virgilio, cuando decidió abandonar su prometedora y rentable carrera como orador (era la moda de la época, un poco como la informática hoy en día) y dedicarse a la poesía. Unos años más tarde, el resultado de esta denigración fue la Eneida , un best seller infinito de la literatura occi- dental y la obra maestra del arte de resistir y reconstruir. Por otro lado, precisamente en nombre de la supervivencia de los clásicos, amenazados por presuntos bárbaros ignorantes a las puertas, desde hace décadas se organizan conferencias y semi- narios académicos impregnados de nostalgia y desesperación, casi como si el clásico fuera una reliquia frágil que hay que proteger y no una visión del mundo formidable que deba compartirse urgen-
temente con una cierta dosis de ligereza y poesía. A veces tengo la impresión de que esta devaluación del clásico es más antigua que el griego antiguo, y no me sorprendería descubrir, en un papiro o en un epígrafe, cómo en el siglo VIII a. C. ciertos presuntuosos ya hubieran comenzado a criticar a Homero por haberse dedicado a las letras siguiendo el consejo de la musa. Lo que menos me convence de este debate que enfrenta, por un lado, a los partidarios de la total ineficacia de las humani- dades y, por otro, a los últimos custodios de la cultura antigua es, precisamente, su centro de gravedad lógico: la presunta utilidad o inutilidad del saber clásico. Esta pretensión de clasificar el conocimiento humano, y especialmente la educación, sobre la base de disciplinas más o menos útiles plantea un grave problema democrático. La pregunta está enteramente contenida en la consecuencia lógica de la supo- sición: útil sí, pero ¿para qué? ¿Encontrar un trabajo? ¿Tener un salario alto? ¿No hacerse preguntas y no cuestionar un determinado modelo social? ¿Ser asalariados dóciles? ¿O ser ciudadanos conscientes y activos con ideas y valores propios, capaces de ejercer un espíritu crítico y repensar el sistema si fuera necesario? La etimología del adjetivo útil siempre me ha causado cierta desconfianza: deriva del verbo latino utor , que significa “usar”, “emplear”, del que también deriva la palabra usuario , “el que usa”. Preguntarse si las humanidades son útiles supone centrar el razonamiento en torno a su uso práctico, a la posibilidad de utilizarlas a diario para realizar actividades concretas, tangibles y medibles. ¿Cómo aceptar la idea de que la cultura y la educación en general deben obedecer a criterios utilitarios (otra palabra que proviene de la misma raíz) y deben evaluarse solamente con base en ellos?
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