Anuario 2024 de Cotec

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Innovación y democracia

“Ninguna cultura, ya sea antigua o moderna, es comparable a un tenedor o un destornillador: el saber no debe tener una utilidad práctica”.

De este asunto se deduciría que si aprender la historia europea, matemáticas, musica o filosofía no son actividades que puedan gastarse en el mercado del trabajo como se gasta dinero en un supermercado, entonces deberían eliminarse de los planes de estudios por inútiles e improductivas. En este sentido utilitario, los estudiantes no serían seres humanos en formación, dotados de un cerebro que gracias a las ideas y el diálogo se forma y madura, sino usuarios anónimos de un sistema escolar equiparable a cualquier otro servicio, como ocurre en la cola de una tienda o en el aeropuerto. El objetivo de la educa- ción no sería, por tanto, desarrollar su capacidad de reflexión y de innovación, sino ofrecer un servicio tangible a un grupo indistinto de usuarios-consumidores que deben transformarse lo antes posi- ble en una masa anónima de trabajadores sin ganas ni fantasías de innovar la sociedad. Si elimináramos por completo las humanidades, se crearía un segundo problema democrático muy grave: la creación de una desigualdad educativa y un engaño social. Las élites, acostumbradas desde hace generaciones a apreciar la cultura clásica, la filosofía, la literatura y el arte, con- tinuarían estudiándola y transmitiéndola a sus hijos en contextos cada vez más restringidos y excluyentes, mientras que las clases bajas renunciarían (¡voluntariamente!) a una educación humanís- tica y al ejercicio de pensar y elegir con libertad, superficialmente convencidas de su inutilidad. Creo profundamente que ninguna cultura, ya sea antigua o moderna, es comparable a un tenedor o un destornillador: el saber no debe tener una utilidad práctica, como si fuera un objeto fabri- cado por un artesano para realizar una función precisa e inme- diata. Insistir en comparar el conocimiento con una herramienta significaría reducirlo al rango de un instrumento que, como tal, es útil en caso de necesidad (por el contrario, permanece abando- nado en un cajón esperando un nuevo usuario). El estudio de las lenguas antiguas, la literatura, la filosofía, la sociología y la historia pertenece a lo que se llaman las huma- nidades o ciencias humanas , una categoría de conocimiento que trata precisamente de seres humanos, no de objetos. Hombres y mujeres no son “cosas” intercambiables según las épocas o los sistemas políticos: su naturaleza íntima, sus deseos profundos, sus necesidades humanas no cambian en fun-

ción de las modas y las temporadas, como ocurre con la tecnología que transforma los objetos en restos arqueológicos de un pasado obsoleto. Por supuesto, dependiendo del contexto, los valores, las creencias, las leyes, los sistemas políticos, las banderas de los Estados y, al final, la manera de pensar se transforman. Pero lo que nunca cambia es la forma humana de pensar: la facultad de razonar, la capacidad de entrenar el cerebro —nuestra fábrica de ideas— y mantenerlo activo sigue siendo la misma sin importar el periodo histórico. Todo ha cambiado desde Aristóteles hasta hoy: la tecno- logía en primer lugar, pero también la religión, el orden político, el lenguaje; incluso el clima, que hemos sido capaces de arruinar. Pero la forma de razonar sigue siendo la misma desde hace tres mil años y nada puede reemplazarla como se hace descuidadamente cuando un objeto se vuelve anticuado. Aunque nos guste imaginarnos más avanzados y modernos que aquellos antiguos señores con togas y sandalias, nuestras neu- ronas y su funcionamiento no han cambiado por arte de magia: el estudio de las humanidades permite justamente aprender, analizar y sobre todo emplear cotidianamente esta prodigiosa capacidad humana de crear ideas organizándolas en sistemas coherentes de pensamiento. El gran mérito del estudio del mundo antiguo reside preci- samente en que no tiene una utilidad práctica. La cultura clásica, en cambio, posee una utilidad intrínseca, cuyo valor no depende del tiempo y del espacio, sino de todas las personas, hombres y mujeres que a lo largo de los siglos y los milenios han pensado en sí mismos y en el futuro gracias a los clásicos. Y, a través de las humanidades, nos transmitieron el resultado de sus esfuerzos intelectuales y su fantasía. Los clásicos nos ofrecen una visión irreemplazable de la existencia, cristalizada en el jade de sus antiguos alfabetos, ela- borada por pueblos heroicos que vivieron veinticinco siglos antes que nosotros y que, sin embargo, se encontraron ante los mismos problemas y dilemas que tenemos hoy en día. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Cómo soportar el dolor? ¿Cuáles son los límites éticos de las leyes? ¿La innovación se debe perseguir a cualquier precio moral? Y así con todas las cuestiones que nos permitan construir un futuro humanista con dignidad y libertad sin tener angustia ni miedo.

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