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La teoría de la mente extendida contrasta significativamente con la idea de que la vida es un drama minúsculo en el cerebro (Rowland, 2013). Puesto que es mejor entender las teorías como herramientas prácticas más que como ilustraciones del verdadero estado de las cosas, actualmente, la noción de la mente extendida se emplea para sacudir la manera en que entendemos las relaciones objetales. Aunque la teoría de la mente extendida surgió como una teoría de la cognición, se puede aplicar con facilidad en el psicoanálisis, sobre todo en teorías que abarcan el sí-mismo o la persona. En pocas palabras, esta teoría propone que la mente no es un lugar pequeño confinado dentro de la cabeza, sino que se extiende para abarcar personas y eventos del entorno. Una de las maneras más fáciles de entenderlo es por medio del fenómeno de “mirar fijamente”. Los experimentos demuestran (Sheldrake, 2013) que las personas son capaces de distinguir cuándo son observadas sin que puedan confirmarlo visualmente. Por supuesto, hay muchas maneras de pensar cómo la mente tiende un puente con en el mundo y, de hecho, esta es la manera “normal” en que los niños piensan el mundo. Sin embargo, desde nuestra práctica psicoanalítica, entendemos la teoría de la mente extendida como una forma peculiar de configuración transferencial. Cuando Kohut (1971) comenzó a formular sus ideas sobre la psicología del Self (psicología del sí-mismo), se dio cuenta de que algunos pacientes hacían transferencias significativas en las que él se convertía en un componente significativo de la personalidad de sus pacientes. No era un objeto antiguo que se reactivara por regresión y, por tanto, disfrutara de una existencia independiente y distinta, sino más bien una parte reactivada del sí-mismo, que experimentaba al analista como un constituyente de esa persona o sí-mismo. Estas configuraciones transferenciales se categorizaron como duplicaciones, idealizaciones o transferencias gemelas, y se las llegó a considerar fases normales de desarrollo del sí-mismo. En la medida en que eran componentes o partes del sí-mismo del paciente, se establecieron como “objetos del sí-mismo”, en lugar de objetos independientes y diferenciados. Demostraron cómo la mente va más allá del cráneo para capturar a otros como parte de su repertorio expandido. Todos utilizamos a los otros para unirnos en la construcción de nosotros mismos; y esto no es una fase, que vivimos y superamos, sino más bien un proceso continuo por el cual nos regulamos y preservamos. Ver a los demás como partes necesarias de nosotros mismos exige modificar la psicología de dos personas, centrada en las relaciones entre los objetos, por una psicología de una sola persona que examina las relaciones entre el sí-mismo y sus objetos. Las implicaciones de los conceptos objetales del sí-mismo van más allá de las relaciones objetales basadas en la gratificación o la frustración de la pulsión. Defienden la definición de la teoría de las relaciones objetales de Fairbairn (1944), que plantea un conjunto de hipótesis psicoanalíticas y estructurales que emplazan las necesidades del niño de relacionarse con los demás en el centro de la motivación humana. Sin embargo, estas “relaciones” no son interacciones que se representen o repliquen en el cerebro, sino que son procesos mentales que están ocurriendo en el mundo. La división
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