Las potencialidades de la LOSU para transformar las universidades públicas 1
Carles Ramió, catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universitat Pompeu Fabra. Autor de La universidad en la encrucijada (Barcelona, Editorial UPF, 2022)
Aparentemente la universidad pública del país está en una buena situación. Durante el último curso estudiaron grados y másteres aproximadamente 1,6 millones de alumnos, que es una cifra algo superior a la de hace 20 años a pesar de que la población entre 18 y 24 años se ha reducido cerca del 24%, y durante las dos últimas décadas se ha doblado la población adulta con titulación universitaria. Por otra parte, la producción investigadora se ha incrementado muy significativamente durante los últimos años y ha situado a España como la potencia décima segunda en producción científica, que coincide con el PIB del país. No poseemos universidades entre las cien mejores del mundo, pero hay un porcentaje elevado de universidades españolas que logran buenas posiciones en los rankings internacionales. A nivel de eficiencia, las universidades públicas españolas son de las mejores del mundo atendiendo a que la financiación pública es notablemente inferior a la media de los países de la OCDE, que agrupa ahora unos cuantos Estados en vías de desarrollo. Estos datos y otros más reflejan una situación sana de las universidades públicas españolas, pero no es oro todo lo que reluce. Por ejemplo, durante los últimos años la competencia de las universidades privadas se está convirtiendo en una amenaza. Hace 25 años había solo 16 universidades privadas autorizadas y hoy en día hay 43 (frente a las 50 universidades públicas, la más reciente de ellas creada en el lejano 1998). Durante los últimos veinte años se ha triplicado el número de alumnos matriculados en las universidades privadas y en las públicas se ha reducido un 14 por ciento. Hoy en día el 30 por ciento de los alumnos que estudian en la universidad lo hacen en las privadas. Por otra parte, a nivel de producción científica, es cierto que es elevada, pero en términos de impacto y de calidad no lo es tanto y España ocupa la posición 21. Todos estos datos forman parte del Informe de la Fundación CYD elaborado durante el curso 2021-2022 y aportan una radiografía parcial sobre las luces y las sombras de las universidades públicas en España y reclaman un análisis profundo sobre si la universidad pública está o no a las puertas de un punto de inflexión claramente negativo. Lo primero que llama la atención es que el sistema universitario público esté perdiendo posiciones con relación al privado. No es un tema menor ya que esto supone que hay una
parte significativa de la clase media-alta de la sociedad que prefiere la universidad privada a la pública a pesar de que las diferencias en los costes familiares pueden multiplicarse hasta por seis. ¿Por qué tantas familias realizan este sobresfuerzo económico y descartan las universidades públicas? Hay dos hipótesis que pueden explicar este fenómeno: por una parte, consideran que la docencia tiene más calidad y es más rigurosa en las universidades privadas que en las públicas. Es curioso ya que la producción investigadora de las públicas es arrolladoramente superior a la de las privadas o quizás este sea el motivo y hay una parte de la sociedad que percibe al profesorado universitario público con alta implicación en la investigación y con escaso esfuerzo en su actividad docente. Por otra parte, puede que, de manera acertada o no, consideren las universidades privadas como mucho más cercanas y focalizadas en proveer profesionales al tejido empresarial. En cambio, consideran que las universidades públicas no poseen este enfoque y priorizan la formación de ciudadanos cultos y críticos. En este sentido, no deja de ser una paradoja que los estudios sobre el empleo del futuro anuncien que las competencias más competitivas en el mercado laboral del presente y del futuro serán la capacidad de análisis crítico y una visión multidisciplinar e incluso de carácter humanista. La competencia hacia las universidades públicas, sin embargo, no se limita a un esplendor de las privadas, sino que hay otros elementos inquietantes. La evolución positiva de la formación profesional mediante los ciclos formativos de grado superior, que han pasado en poco tiempo de menos de doscientos mil alumnos a más de cuatrocientos mil es un dato relevante. Es una evidencia que los países desarrollados requieren unos profesionales de carácter técnico que sean cada vez más robustos (sobresale el caso de Alemania con su formación profesional dual entre estos centros educativos y las empresas). Los ciclos formativos de grado superior van a ser cada vez más solventes y reclaman un espacio de nivel superior en paralelo al universitario. Hasta ahora las universidades públicas han cerrado las puertas a esta opción por anticuadas lógicas clasistas y elitistas. Pero la disyuntiva en un futuro próximo es evidente: o las universidades públicas abrazan la formación profesional de carácter superior (podríamos decir superior plus) o van a aparecer títulos oficiales públicos y privados equivalentes a un grado universitario extramuros del sistema universitario (ya está ocurriendo de manera incipiente en el ámbito artístico y de diseño por la desatención universitaria a este tipo de perfiles).
Por otro lado, también hay que atender a las nuevas dinámicas de aprendizaje mediante las nuevas tecnologías, que están generando el caldo de cultivo ideal para que empresas del tipo Google o Amazon se estén planteando entrar en el suculento negocio de la educación superior. Que las universidades públicas estén en un escenario en el que tengan que competir con estas grandes empresas representa un reto mayúsculo. En esta situación de encrucijada de las universidades públicas se acaba de aprobar la nueva Ley de Universidades: Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU). Y la pregunta es inevitable ¿Va a ayudar esta Ley a modernizar las universidades públicas para que puedan afrontar estos nuevos retos? La respuesta es como la comida asiática: agridulce. En primer lugar, hay que atender a la gobernanza de las universidades públicas. En España poseemos un sistema democrático y no meritocrático de elección de los cargos académicos (rectores, decanos y jefes de departamento) cuando la mayoría de las universidades más punteras (públicas y privadas) operan con una lógica más profesional y meritocrática que democrática. La nueva Ley no se ha atrevido ni ha querido ideológicamente transformar el modelo de gobernanza de las universidades. Es lógico ya que la democracia interna es un elemento defendido con uñas y dientes por los diferentes actores universitarios (profesores, alumnos y PAS) sin comprender que esta supuesta democracia teórica suele mostrarse en la práctica en forma de corporativismo y/o politización demagógica de la universidad. Pero también es cierto que la LOSU presenta una regulación de carácter muy básico y otorga cierta libertad a las comunidades autónomas (que son las que financian el sistema) y a las mismas universidades para definir su propio modelo de gobernanza y de organización. “Esta ley orgánica no quiere imponer soluciones ni trazar caminos concretos en que todo ello deba resolverse. Busca abrir posibilidades, facilitar conexiones” (del preámbulo de la LOSU). Es claramente una puerta abierta hacia una potencial modernización institucional pero que también puede ser percibido como una impostura, ya que es muy difícil que pueda aprovecharse esta oportunidad. La mayoría de las comunidades autónomas poseen una avidez reglamentista exagerada que busca la homogeneidad, y difícilmente una universidad con ambición de apostar por la diferencia va a conseguir aprobar unos estatutos disruptivos en un claustro
1. El autor desea agradecer la revisión y los comentarios de los profesores Andreu Mas-Colell y Arcadi Navarro.
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