360 UDEM No.3- El Gran Confinamiento

pero Gideon sí: al momento que suena mi alarma para empezar el día más importante de mi vida, se aparece con té y galletitas, mi alimento para las próximas 11 ho- ras. Tal vez era algo simple, pero Gideon me hacía sentir que estaba hospedado en un Ritz-Carlton. Comenzamos el ascenso en absoluta oscuridad: cinco kilómetros y 1,300 metros verticales yacen entre nosotros y la cumbre. Esta vez, Alen y yo no hablamos mucho y nos concentramos en avanzar. A lo lejos, como pequeñas luciérnagas, puedo ver las luces de los otros grupos de alpinistas que co- menzaron su caminata antes que nosotros. Mi mente da vueltas entre dudas, emoción, felicidad, miedo e incertidumbre. Siento cómo mi estómago va pegado a la espalda. Son las 6:30 AM, me duelen las costillas y dar un paso resulta una hazaña legendaria. Comienzo a ver el borde del cráter. Los primeros rayos del amanecer bañan mi cuerpo cansado y, como si hubiera dormi- do 15 horas seguidas, me recargo con energía del sol, que ahora sale detrás de Mawenzi. El sol es como una súper batería sobre mi espíritu. A pesar de la recarga, saco de mi bolsa media barra de granola y la devoro de dos mordidas, no vaya a ser. Veo cómo algunos al- pinistas comienzan su descenso sin poder llegar a la

cumbre, algunos de ellos muy deteriorados. De pronto, estoy parado sobre la orilla del cráter del Kilimanjaro, rodeado de muros de hielo de más de cin- co metros de altura que conforman el glaciar. Este lugar es conocido como Stella Point y puedes apreciar el crá- ter del volcán, el cual tiene un diámetro de más de un kilómetro. En este punto, muchos alpinistas descansan: lo que sigue del ascenso, a pesar de ser solamente 150 metros verticales y 800 horizontales, te toma 30 minu- tos en lograrlo. Alen me pregunta si quiero descansar. “Descanso cuando baje”, le digo. “Desde ayer sabía que llegarías a la cumbre”, me responde con una sonrisa. En los siguientes 30 minutos, varios alpinistas ya- cen en el piso, como heridos de guerra, vomitando, sufriendo por el mal de montaña, inconscientes. Mien- tras, otros nos pasan a Alen y a mí con gran felici- dad, como si estuvieran caminando por la Macroplaza. “Siento como si me hubiera tomado 10 cervezas”, le digo, balbuceando, a Alen. “Yo siento como si me hu- biera tomado 20”, me contesta. Y ahí estaba: el letrero de la cumbre a 200 metros, no, menos, a 100, las lágrimas comienzan a correr por mi cara, saco mi bandera de México de mi mochila y la cuelgo sobre mi espalda colocándola como una capa de superhéroe, todo el peso de México no está

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