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Frente a las vivencias regresivas del análisis, y al establecimiento de la microneurosis de contratransferencia , la interpretación ofrece la posibilidad de un doble rescate en relación con el paciente y con el propio analista. Los autores retoman el tema de la observación del campo en sus dos vertientes, la de la autoobservación y la heteroobservación hacia el paciente y las formas de la interacción establecida. Al regular las tensiones afectivas, el analista debe tener un grado de “porosidad” que le permita sostener una disposición a la autoobservación del paciente de sí mismo y de la unidad del campo. Con posteridad a la sesión, el analista necesita poder establecer una “segunda mirada” sobre la sesión y sobre la evolución del proceso. En el artículo de 1961-62, la interpretación se concibe como parte de un proceso dialéctico, basada en la idea freudiana de la comunicación inconsciente entre los sistemas psíquicos. Esto es afín a la idea de “proceso en espiral” de Pichón Rivière, que pensaba el trabajo analítico como una espiral dialéctica entre el “aquí y ahora conmigo” y el “allá y entonces”. El proceso interpretativo es concebido como un espiral, secuencial y progresivo, que va ampliándose desde el punto de urgencia, índice de un aspecto inconsciente del paciente, a la interpretación y el insight , el cual da lugar a nuevas reestructuraciones del campo. Esta visión ilustra el carácter retrospectivo y prospectivo de la interpretación, donde el analista es un objeto “transaccional” entre el mundo real y el fantaseado, como una “pantalla de doble proyección” (Baranger, M. y Baranger, W., 1961-62, p. 44). Adicionalmente, la interpretación busca integrar dialécticamente distintas dimensiones emocionales, sensoriales y corporales de la experiencia primitiva, en parte disociada, evitando “los peligros de la intelectualización” (ibid., p. 46). La interpretación se enmarca aquí en una reflexión más amplia sobre las características de la comunicación psicoanalítica. El trabajo de Luisa Álvarez de Toledo (1954) marca el inicio de una reflexión sobre el lenguaje de la interpretación y las características de la comunicación analítica, que se continúa durante las siguientes décadas en el psicoanálisis rioplatense. Una aproximación más acabada del tema se encuentra en la obra de David Liberman (1970), que integró desarrollos de la lingüística a la comprensión de los estilos complementarios de paciente y analista. Para Álvarez de Toledo, la interpretación es “un hacer con el paciente”. Los Baranger coinciden con esta autora en que las palabras de la interpretación pueden ser “portadoras de gratificaciones y agresiones y, en general, de innumerables fantasías” (Baranger, M. y Baranger, W., 1961-62, p. 43). Desde este punto de vista, los procesos regresivos permiten que las palabras puedan recuperar “su poder originario de alcanzar la vida interna” (ibid., p. 46), para reintegrar escisiones (o clivajes), transformar primitivas relaciones objetales patológicas. El lenguaje del analista puede recobrar ciertas características asimilables a las de la comunicación del niño con su madre, permitiéndole al paciente adquirir nuevos niveles de simbolización de la experiencia emocional y somática. Según de León de Bernardi (1993), esta concepción de la simbolización que se desplegó sobre la escenografía de las primitivas fantasías del mundo interno kleiniano, coincide en parte con visiones más contemporáneas corroboradas por las investigaciones del desarrollo temprano. Los hallazgos de Daniel
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